Entrevista con Daniel F. Wajner, uruguayo-israelí,
candidato a doctor en Relaciones Internacionales en la Universidad Hebrea de
Jerusalén y secretario general de la Asociación Israelí para Estudios
Internacionales.
Diálogo Político: El calificativo de populismo para
denominar diferentes gobiernos y liderazgos nos obliga a buscar definiciones
concretas. ¿Cómo caracterizarías al populismo? Daniel F. Wajner: El populismo
se puede definir como una categoría política. Tiene elementos que se acercan a
la democracia, puede funcionar dentro de una democracia, y de cierta manera
tiene también elementos autoritarios. De modo que, si bien es un eje que va
desde democracia hasta totalitarismo, con autoritarismo entre ambos,
ubicaríamos al populismo en el medio, quizás entre el elemento democrático y el
autoritario. Muchos consideran que es un fenómeno que se da propiamente en
democracias, y a menudo se lo confunde con el concepto de popular, que es quizá
el elemento positivo del populismo. En definitiva, la democracia aspira a eso,
aspira a una relación entre el pueblo y el gobernante. Desde ese punto de
vista, el elemento popular puede ser visto por muchos como legítimo, como un
elemento válido del sistema de gobierno. Por el otro lado, hay elementos de
populismo cuando eso se transforma en ideología. Entonces, cuando el intento de
acceder al pueblo de manera directa y hablarle de manera directa, con ciertos
tonos retóricos y de ciertas maneras simbólicas, se transforma en una
ideología, ahí ya podríamos estar hablando de populismos.
Podríamos caracterizar al populismo con cinco puntos.
El primero es esa convocatoria, esa exaltación del pueblo y, por tanto, del
líder populista o el régimen populista o el gobierno populista como el
representante directo del pueblo, incluso el pueblo en sí mismo. Es una
relación tal que lleva quizás a un paso posterior, que es la banalización de los
elementos de la democracia liberal representativa. Quizá no hay necesidad de
una cámara de diputados o de senadores, y si hay necesidad la cuestión
institucional es de cierta manera débil, se la puede pasar por encima. El líder
habla directamente con ese pueblo. En este punto podríamos ubicar la cuestión
de hablar, los canales de comunicación masiva, directamente la comunicación
entre el líder y el pueblo. Hemos visto programas de cuatro, cinco, siete horas
del líder hablándole al pueblo, estableciendo una interacción, recibiendo esas
preguntas, esos problemas que hay en la sociedad, e intentando resolverlos.
Y podríamos hablar de tres elementos más. Uno es el antielitismo, la idea de un choque contra algunas elites que a veces son tradicionales, en otros casos son extranjeras y en otros casos se trata de saber qué es cierta elite para oponerse a ella y descargar. Por encima del antielitismo vamos a encontrar una cuestión de carisma, el líder carismático, y por ende también un culto a la personalidad de ese líder carismático. Así encuadraríamos la idea del populismo. En la literatura se habla de distintos elementos y hay discrepancias en cuanto a qué entra y qué no dentro de la definición.
—Es
una pregunta interesante y difícil. En la literatura ya hay más de cincuenta
años de trabajar fuerte. En América Latina es un tema central, y hemos tenido
los teóricos más grandes: Laclau, Panizza, Di Tella, Germani y tantos otros.
Hay suficiente literatura para pensar que es un hecho histórico que ya tiene
distintas olas, por lo menos 150 años de casos que se han registrado
empíricamente. También podríamos decir que, como un fenómeno de olas, tiene sus
tendencias; hay veces que lo vemos más presente y otras, menos presente. Y del
autoritarismo podríamos decir lo mismo.
Actualmente
hay una sensación de regreso del populismo a escala global, y quizás podríamos
hablar de que en la última década y media hemos vivido un regreso, quizás una
tercera ola de populismo en América Latina. Cada ola tiene sus características
propias. La ola del populismo de los años cuarenta, cincuenta y sesenta en
América Latina fue totalmente distinta de la ola de los años noventa (lo que se
dio en llamar en su momento el neopopulismo), y lo que podríamos llamar el populismo
de los años dos mil (hasta 2015 o incluso hasta hoy podríamos hablar de que
está muy presente en ciertos países, quizás cada vez menos) tiene sus propias
características, que no son peores ni mejores, son distintas y por ende es
importante estudiarlas a fondo.
En una semana y media tengo un congreso en el que va a haber un día específico para que gente de todo el mundo hable sobre the global rise of populism, el nuevo auge del populismo a escala global. El mero hecho de que se esté hablando, discutiendo y escribiendo tanto quiere
decir que el síntoma está presente y existe un problema de alcance mundial. Muchos lo ubican en Europa con fenómenos como el Brexit; otros lo ligan a lo que está pasando en Estados Unidos; otros van a otros puntos del mundo con líderes que parecen retomar ciertas tendencias o elementos populistas tanto clásicos como de los años noventa, o que presentan elementos propios nuevos. Eso hace que hoy sea uno de los fenómenos centrales sobre los que hay que discutir para poder pensar en cuáles serían las mejores soluciones.
Se pueden ver distintos elementos. Si observásemos el neopopulismo de izquierda de los años dos mil, uno de los elementos que podríamos ver es que la elite a la que se refiere es una elite tradicional. En cambio, en los años noventa el neopopulismo quizás tuvo que buscar esa elite contra la que estar, porque en muchos casos le costaba enemistarse con una elite económica que lo estaba apoyando. Muchas veces la prensa puede pasar a ser esa elite a la que atacar; la academia puede pasar a ser esa elite a la que atacar; la cultura, los intelectuales, las organizaciones internacionales, las organizaciones regionales… Elites no faltan; faltan olas suficientes para poder decir lo que es. Es difícil hoy hablar de patrones.
Por el otro lado, no dejar de condenarlos. La normalización es el otro elemento que nos puede llevar a fracasar. Cuando el populismo se torna normal en una sociedad, podemos entender que la democracia está carcomida a tal punto que se hace muy difícil volver atrás. Lo vemos en algunos países de la región: el ciudadano no cree que sea posible un gobernante distinto. Empiezan a aparecer expresiones como «Si no es de esta manera, en nuestro país no puede funcionar». Es algo muy similar a lo que pasa con la corrupción en muchos casos. «Si no es así, no gobierna»; «Es necesario»… Lo damos como un elemento legítimo.
Yo trabajo mucho el concepto de legitimidad, de legitimidad internacional, y los regímenes populistas no pueden recibir legitimidad internacional en lo que hacen; es decir, es necesario condenarlos cuando llevan a cabo acciones que entendemos cercanas a lo autoritario o que se van por fuera de la democracia. Pero al mismo tiempo que no pueden recibir legitimidad internacional, no tenemos que darlos por perdidos. Debemos mantener el diálogo abierto, debemos intentar atraerlos, debemos tratar de trabajar junto con la sociedad civil de esos países para que ayude a mantener esas bases dentro del país.
En tercer lugar, la comunidad internacional tiene que tener mucho cuidado, porque en cierto sentido el mayor peligro del populismo puede ser el de la epidemia. Cuando no se lo contiene a tiempo en un caso, se tiende a generar modas, trends, que llevan hacia otros lugares. Desde ese punto de vista, la sociedad internacional tiene la capacidad no solo de condenar esas acciones, no solo de intentar atraer cuando todavía cree que es posible, sino también de observar dónde puede estar surgiendo esa epidemia e intentar contenerla a tiempo. Esa es la mejor manera, a mi entender, de luchar contra este peligro, este desafío (prefiero hablar de desafío) llamado populismo.

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